La exigencia de estar bien

Publicado originariamente en EL Nostre Muro en enero de 2017

En el patio del colegio, la fila se forma ante la insistente invitación del timbre. Madres y padres, niñas y niños, hacen despidos fugaces, y ahí una ve claramente el paso del tiempo con respecto a la propia infancia. Adultos de edades más elevadas pero mejor disimuladas; padres unos días y madres otros, a merced de custodias compartidas; canguros con lazos de cosanguineidad (abuelos y abuelas); culturalidad plural, colorida, murmuros, algarabías, risas y riñas en lenguas diversas. Familias grandes, pequeñas, de una única madre, o de dos. De un único padre, o de dos. Madres, padres, nuevas parejas. Cambio, variedad, posibilidades. Los restregones con saliva acicalatorios clásicos, han sido sustituidos por toallitas hipoalergénicas muy suaves y bienolientes, nada que ver con el aliento materno de antaño; y en la cola, ya no se escucha el consabido: ¡Pórtate bien! Ahora, lo que más escucho decir a mis camaradas de aventura en el viaje de la maternidad, y a mi misma, es lo que ahora parece indicar nuestro buen deseo para aquellos que más amamos: ¡Pásalo bien!

“Pásalo bien” nace de nuestro amor, sin duda. Nace también, de nuestro vengativo desafío al “Pórtate bien”, que vivimos nosotras. Nace del hastío de las normas. Ya está bien de portarnos bien, ahora queremos vivir, y entendemos que Vivir, con V mayúscula, siempre pasa por pasarlo bien. Me doy cuenta, sin embargo, que “pásalo bien” esconde, camuflada, una nueva norma. Una obligación alegre, que en una paradoja irreverentemente absurda, se vuelve contra si misma, pues nada obligado nos agrada demasiado tiempo. El abandono del “Pórtate bien” es el reflejo de un momento social y una sociedad concreta, que se rebela a lo establecido. Su rebelión, sin embargo, no pasa, con mucho de pose y palabrería, pues más allá del hedonismo del Pásalo bien, apoyada por un consumismo evidente, el desagravio con el sistema se queda en mucha queja y poca acción. Y es que, haciendo flaco favor a aquellos anti-sistema con ideales profundos, ser anti-sistema hoy está de moda, con lo que volvemos a las paradojas: si ser anti-sistema está de moda, es que no es anti-sistema, por definición. “Pásalo bien” esconde además en si misma otra norma: “No lo pases mal”. Una prohibición sutil pero potente. La cultura donde nos movemos, enfatiza lo considerado positivo denigrando a lo «negativo» a categoría de incómodo o inadmisible. El aburrimiento en la infancia (con todo nuestro esfuerzo por eludirlo, con un amplio acceso a juegos y divertimentos, televisiones y pantallas, cuyos efectos en la infancia son más que contraproducentes) es inconcebible, y sin embargo, no dejan de aburrirse, como si tener más de todo se tradujera en tener más de nada, ya que nada llena demasiado ni demasiado tiempo. Nuestros hijos e hijas ya no van a entierros ni hospitales, no se conectan con la muerte, ni con el dolor, tratamos de protegerles de él como de una lacra mordaz. La verdadera lacra no es otra que la negación de la realidad emocional, pues al igual que no existe la noche sin el día, o la vida sin la muerte, la alegría sin la tristeza no es más que una percha ensartada entre los mofletes. La vida tiene buenas dosis de ambas, y tratar de tapar una no puede sino perpetuarla en el silencio, muchas veces posibilitando salidas ingratas. Una sociedad que se anestesia a base de cerveza y gin-tonics ocasionales, que convierte la pena en rabia arraigada, explotando en escenarios permisivos con la violencia, como el fútbol, o comerciando con ella con la inmoralidad propia de la tele-basura, donde el insulto y la ignorancia sustituyen al diálogo y la comprensión. La celeridad de un mundo que no deja de transformarse con una velocidad creciente, no parece compatible con la asimilación pausada que requieren nuestros sentimientos más profundos. Y en medio de este universo donde lo único que no cambia es el cambio mismo, apenas tenemos tiempo para darnos cuenta de cómo crecemos, y de cómo miramos a otro lado cuando lo que no es bello aparece. Es muy fácil hacerlo, hay infinidad de lugares a los que mirar. Lugares que distraen de echar la vista hacia dentro, allí donde reside lo que duele y también, lo que cura.

Mientras no aceptemos que nuestra necesidad de llorar es tan potente como la de reir, no podremos crecer completamente como seres humanos, perdiéndonos una parte de quienes somos. Aceptar que no pasarlo bien no implica necesariamente pasarlo mal. Que sin frustración no hay aprendizaje. Que sin obstáculo, no hay superación, que sin atender al dolor, no hay cura. Mientras no aceptemos esto, no dejaremos de obligarnos a estar bien, olvidándonos de estarlo.

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